Una de las misiones más difíciles era la de ser profeta. En los inicios de este ministerio, estos hombres jugaron un papel de gran importancia.
Moisés y Samuel se destacaron por ser legisladores, jueces y altos dirigentes.
Pero la entrada de la monarquía redujo esas funciones. Hubo una transición de la teocracia divina al establecimiento del control humano.
Los profetas pasaron a ser sólo consejeros y los voceros de Dios.
Cuando un rey deseaba ir a la guerra o tomar una decisión, se les consultaba.
Sin embargo, las cosas se complicaron.
Las luchas por el poder llevaron a que la nación terminara con dos reinados, el del norte y el del sur.
En el sur hubo reyes temerosos de Dios. Pero en el norte no hubo uno sólo apegado a buenos principios.
Desde entonces la tarea de los profetas era llamar la atención, exhortar, reprochar, corregir, reclamar y, sobre todo, denunciar la corrupción, las maldades, las injusticias y las violaciones a los principios éticos, morales y espirituales, tanto del pueblo como de los gobernantes.
Natán reprochó duramente al rey David cuando este planificó la muerte del soldado Urias para quedarse con la esposa con la que ya había cometido adulterio ocultamente.
Elías se la pasó huyendo del rey Acab y su esposa quienes deseaban cortarle la cabeza por denunciar los males del reinado.
A Jeremías lo metieron en una cisterna, donde el lodo apenas le dejaba respirar.
El autor a los Hebreos dice que estos hombres fueron vituperados, encarcelados, apedreados, aserrados (Isaías), puestos a prueba, muertos a espada y que fueron angustiados y maltratados.
Jesús también lloró sobre Jerusalén diciendo que esta ciudad mataba a los profetas y apedreaba a los enviados (Mateo 23:37).
El Maestro también sufrió lo mismo.
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